martes, 25 de marzo de 2014

El Templo del Olvido (Parte 2/3)

Interior.

En mi ignorancia, escogí de los tres caminos que se me mostraban el de la imprudencia, y avancé sin temor ni alerta entre las lujuriosas paredes de aquel templo, que a gritos ahogados parecían clamar que se les desprendiera de sus vestimentas musgosas y amarillentas, para que prevaleciera como antaño su albo resplandor.

Dejé a mis espaldas aquel pórtico que había caído en letargo mucho tiempo atrás, de cuatro inmensos pilares que sostenían ostentosos un dintel completamente rectangular y pesado. Y parecían ser suficientes, puesto que otras columnas laterales más finas yacían derrumbadas, sin cumplir ninguna función; totalmente inútiles.

Entonces me encontré con una hermosa sala, iluminada por un halo de luz que surgía del boquete originado en el techo, dejándome observar un interior completamente desconocido para mí, y un exterior compuesto de obeliscos, torres y puentes que unían unas con otras.

Avancé un paso y un diminuto crujido resonó en todas las cavidades de la cámara. Era un pequeño colgante dorado, tan fino como una lámina. De su cadena colgaba una pieza que tenía tallada en un relieve muy sutil una luna solitaria y, en su reverso, un sol enardecido.

Un hermoso contraste entre la pasividad y la calma y el furor y la ira. Por un momento traté de descifrar su significado, pero concluí que no era más que un bonito adorno, que no era más que una pieza olvidada, con sentido en el pasado e inutilidad en el presente.

Dejando atrás aquel objeto obsoleto, me fijé en lo que realmente parecía importar, en lo que realmente debía contemplar. La flecha de luz lo señalaba, ese pequeño altar, que mostraba con prestigio un cofre de bronce.

Era muy antiguo, delatándose en el negruzco tono de sus marcos, en las ralladuras de sus esquinas, y en las marcas de la tapa, que cubría el interior, guardándolo de enemigos, protegiéndolo de ajenos como yo.

Me dirigí corriendo a abrirlo, queriendo saber, queriendo descubrir qué era lo que con tanto recelo ocultaba al resto, lo que no era permitido ser revelado. Pero, una vez delante, aunque el cofre no portara cerradura, aunque la tapa pareciera ligera como la espuma, es decir, aunque fuera perfectamente capaz de abrirlo, algo me susurró al oído: «No te atrevas a acariciarlo siquiera».

Me imaginé una sombría figura de rasgos apuntados y ojos de serpiente, hético y demoníaco; y no tardé más de una décima de segundo en estremecerme y darme la vuelta, y mirar al techo y a los adoquines levantados, y mirar a las paredes y a los tambores de las columnas.

Y mirar al colgante que yacía todavía, abandonado, en el frío empedrado. Esta vez me acerqué pausadamente, de forma lenta y temerosa, como sintiéndome observado, no, más que eso, como sintiéndome analizado.

Avanzaba un pequeño paso, y a mis espaldas realmente sentía como si algo también avanzara lo mismo, como si ese larguirucho y enjuto ser purpúreo, de amarillentos ojos y dientes afilados como estacas me siguiese, como si su deseo de alcanzarme fuera tan intenso, tan feroz y apabullante que ciertamente traspasara las barreras de su mundo y pudiera rozar no sólo mi piel, sino mis sentidos.

Y cauteloso, me agaché frente al collar, imaginando que ese ser también se agachaba, imitándome. Miré a la pasividad de la luna a la cara y alargué los dedos para tocarla, pero me paré a un milímetro de su nariz.

Dudé unos instantes, y, sin quererlo, mi mano pareció decidir por su cuenta que era el momento de tocarlo, aunque fuera por probarlo, aunque fuera por curiosidad y ansias de conocimiento.

«Bien…», pareció susurrar de nuevo, pero en esta ocasión de una manera más audible y sólida.

Me giré observándolo, de nuevo, todo, y, de nuevo, nada raro hallé. Todo, absolutamente todo, continuaba en el mismo lugar que antes. Pero había una sensación, la sensación del ser acompañándome a todos los lugares, danzando eternamente a mi costado…, había desaparecido, completamente.

Como suplencia se oyó un ruido, como de un golpe fuerte, muy semejante a la caída de una gota de exagerado tamaño, o al fuerte movimiento de la aguja de un reloj. No sabría describirlo completamente, pero fue algo que me recordó claramente la figura del ente que anteriormente me acompañaba.

Rápidamente, el brazo que había tocado sin mi consentimiento el collar, el mismo que llevaba puesto el brazalete de mi hermano, agarró con imprudencia el colgante, y me empujó a correr presto a esconderme.

Parecía que el brazalete de mi hermano había tomado el control de mi ser, y que su viveza había trascendido a esa joya que siempre llevaba encima. Corrí entonces por mi cuenta fuera de esa sala, y aparecí en una completa ciudad abandonada.

Había torres, había casas, había construcciones que no sabría cómo llamar, que no sabría cómo catalogar. Nada tenía una forma parecida a una ciudad, pueblo o aldea.

Caminé por la calle principal, de la que a ambos lados se construían las viviendas, y que iba directa a una especie de plaza central con un torreón en el medio de todo. Alrededor de la plaza había otras tantas torres de menos altura y, teniendo toda esta estructura como borde, linde o barrera, las casas se disponían ahora de manera anárquica y sin sentido, ni siquiera encajando en altura o tamaño, tan sólo en método de construcción.

Sin tiempo para las contemplaciones, simplemente giré a la derecha y me introduje en una pequeña torre de escasa altura, con un leve murete que me permitía observar con prudencia desde una conveniente altura.

De repente, permaneciendo en un estado más calmado y objetivo, me di cuenta de que no había razón o motivo para mis nervios y mi temor. Los había abandonado en la entrada, los había apartado y excluido, tal y como había prometido al ponerme el brazalete de mi hermano. Eso simbolizaba el valor, no la inconsciencia; el coraje, no la temeridad.

Observando el grabado de bronce del regalo de mi hermano, me fijé en que todavía estaba agarrando con firmeza el collar que me había encontrado. Sin saber muy bien qué hacer, simplemente me lo puse, y permanecí tumbado, a la sombra y protección del pequeño muro, que sólo me cubría a esa altura.

Un retortijón estrujó mi mente, y mi cabeza comenzó a dar vueltas y a sentirse mareada, al mismo tiempo que vibraba mi costado izquierdo de un frío exageradamente irracional. Me encontré realmente enfermo y adormecido, y sólo un instante después supe realmente la causa.

Allí estaba él, totalmente corpóreo y vigilante, al acecho; en mi búsqueda. Un “hombre”, si acaso podía llamársele así. Era completamente morado, con rasgos felinos muy marcados en las orejas, altas y puntiagudas; en los pómulos, alzados y rechonchos; en los ojos, afilados y amarillos, y, sobre todo, en la piel.

Parecía un felino egipcio humanoide, con rasgos realmente diabólicos como los dientes afilados; las uñas largas, negras y puntiagudas, y esas manos tan huesudas y alargadas, con dedos esqueléticos que no incitaban a otra cosa más que a la repugnancia.

Alcé la cabeza brevemente y me permití observarlo durante unos segundos, pero, tras un parpadeo, desapareció. Miré a todos los lados esperando poder controlarlo de nuevo con la mirada, esperando no haberlo perdido de vista; esperando que no fuera una ilusión y que yo estuviera completamente enloquecido.

Y lo supe, no tuve que inquietarme durante más de unos breves instantes hasta saber con total certeza que estaba detrás de mí, y que era exactamente el mismo ser que me había estado acompañando antes de tocar el collar, que me había manoseado con tanta lujuria y persistencia.

La misma sensación me acompañaba ahora, y no me atreví a mover un solo músculo, a tornar los ojos o a voltear mi cuerpo.

-Interesantes vistas, ¿eh?-preguntó, sin esperar una respuesta.

El Templo del Olvido (Parte 1/3)

El templo.

-¿Puedes verlo?-preguntó una voz al viento, sin ser yo capaz de oírla, tan sólo de sentirla.

Mi capucha hacía permanecer umbrío mi rostro, pero, aun así, yo no era capaz de ver lo que había enfrente, así que tuve que alzar mi brazo derecho y cubrirme la testa, avistando, desconcertado, un haz de luz que iluminaba con firmeza un templo antiguo que se levantaba derruido.

Parecía tener más años que historias que contar, y unos alegres pájaros diáfanos volaban a su alrededor, pero siempre sin acercarse, como intentando evitarlo, o quizá como viviendo armónicamente con su presencia.

Un foso de aguas claras me separaba de su entrada, y el único camino que parecía unirlo vagamente era una serie de pilares desordenados, quizás antiguos sustentos de algún puente que hacía de nexo. Pero no apuesto por ello, simplemente parecían estacas clavadas en el lodo del fondo, que torcidas o rectas, caídas o erguidas, se disponían como único camino, enlace o unión para los más valientes y afanados; criba de cobardes y temerosos.

Y yo, quien creía conocerme, dudé mientras el arco de mi mano que cubría mi tez se trasladaba al colodrillo tapado por mi capucha verde, rascándolo levemente en mi hesitación. Postré mi rodilla izquierda en el húmedo terreno y me quité la mochila de la espalda, cediéndosela al abrigo del frío césped. La abrí y rebusqué y rebusqué entre rebuscos inconclusos, encontrando al fin lo que rebuscando tanto había esperado.

El brazalete de mi hermano, con tan poca historia, pero con un valor incalculable. Cubierto en unas vendas, lo destapé y utilicé éstas para cubrirme ambas muñecas. Me acerqué a las orillas y observé que el parduzco suelo se tornaba negro entre cada bocanada de movimiento.

Las aguas, aun estando estancadas, no permanecían quietas, y eso me infirió un extraño sentido de alerta y de peligro, pero a la vez uno de calma y de fluidez; la confusión en una mirada.

Aquellos pilares de mármol musgoso parecían imponerse poderosos, exacerbados y omnipotentes, como pudiéndolo todo sin necesitar de nada. Pero sólo eran eso, pilares de mármol musgoso que no actuaban de otra cosa que de guardianes; peones de un ser más poderoso y superior, inferiores seres bajo la existencia de otros, sustancias con sustento.

Y allí dentro había una, algo me lo decía, una sustancia sin sustento ni condición, una sustancia libre de barreras o razones, motivos y coherencias. Una irracionalidad incomprensible, compleja y perfecta.

Y no sabiendo por qué, ni cómo, supe que no debía caerme ni una sola vez en aquel lago. El agua, aunque fluía ligera y elegante, dentro de mí se sentía como pesada y turbia, densa y arrolladora. Si caía allí, jamás volvería a subir.

Teniendo esto en mente, me alcé de valor y aparté mis dudas y temores al camino de los ingratos cobardes, corrí quemando el miedo como energía y salté queriendo alcanzar las estrellas. Y tanto que por poco las alcanzo, por cuestión de azar, fortuna o coincidencia sobreviví al error de cálculo que me hizo agarrarme con las puntas de los dedos a la base más estrecha y afilada, queriéndome soltar, pero aguantando con dolor las penurias de mi impertinencia.

Parecía el quejido de mil alfileres que con porte y orgullo se alzaban ante mí; el intruso. E ignorándolos hice acopio de mi bizarría y aporté más fuerza a mi muñeca derecha, impulsándome y subiéndome al lugar que debería ocupar el capitel.

Avancé cauto y precavido por la hilera derecha, donde los sustentos parecían más juntos y apretados, aunque las bases más finas y resbaladizas. Llegué al fin al encuentro de dos gruesas columnas, cuatro veces el tamaño del lugar que me correspondía.

Esos dos colosos estaban derruidos y apagados, sin ninguna conexión con el mundo ni la naturaleza. Su piel había dejado de brillar hacía demasiado tiempo, el calor del sol era para ellos tan desconocido como para mí la infinitud.

Brinqué levemente hasta el fin del camino, hasta el inicio de la orilla. Y no opusieron ninguna pega, simplemente cedieron al tedio y al hastío, al regocijo de la holgazanería.

Con pasos cortos y confusos, lentos y observantes, accedí por los dorados escalones, de color casi inapreciable por el musgo y el paso de Cronos sobre ellos, al impactante y glorioso pórtico, fachada o entrada.

Sólo tuve que posar una mirada, sólo un leve parpadeo hizo que mi mente se iluminara. En ese momento comprendí, con absoluta certeza, que allí dentro se encontraba un dios. No sabía quién podría ser, no sabía cómo podría ser, no sabía nada; pero quería conocerlo todo.

La mar

Era la primera vez que veía el mar. No sabía qué hacía yo ahí, no sabía por qué, cómo, ni para qué. Simplemente aparecí.

Quizás ni siquiera era el mar, quizás sólo fue mi imaginación en un instante de desvarío, inconsciencia y surrealismo. Pero yo lo sentí, yo oí a la brisa sollozar entre breves susurros mi nombre. Era un sonido hermoso que venía de todas las direcciones.

Y yo, aun sabiendo que todo aquello no era real, aun sabiendo que no era más que una imaginaria fantasía, un espejismo, caminé alegre a pasos vivos por el albero y reluciente empedrado marmóreo que, aun nuevo, lucía desgastado y rugoso, conservando extrañamente su viveza y su pasión.

No me había fijado, pero detrás de mí había un enorme cartel de madera de ébano; era inmenso, y extrañamente simplón. Un llano timón de dimensiones indescriptibles estaba atornillado al centro. De su composición parecía poder ser girado, aunque no imaginaba por quién.

Ese mundo tan irreal, tan fantástico, tan idóneo… Miré a mis dos izquierdas y descubrí que mi vista no alcanzaba a ver el final del puerto en los horizontes, miré al frente y un inmenso desierto de aguas saladas en calma cubría en su manto aquella delgada línea, exceptuando un enorme pedrusco de tierra muy, muy, muy a lo lejos, cubierto de prados y bosques, como queriendo resaltar, como queriendo destacar en ese plano tan vacío y solitario.

Creí haber alcanzado mi locus amoenus, aunque fuera por un instante, un sagrado e imborrable recuerdo que jamás olvidaría. Y un hombre surgió detrás de mí, un hombre adulto que me resultaba muy familiar, y a quien, sin saber por qué, admiraba sin duda alguna.

«¿Y qué hace él aquí?», me pregunté, queriendo indagar, pero a la vez no entrometerme.

-Así que un chico rubio que nunca ha visto el mar, ¿eh? Esto sí que es inusual.

-¿Qué quieres decir?

-No es nada, no es nada. Sólo me preguntaba… ¿de verdad piensas que nunca has visto el mar?

-¿Por qué tendría que haberlo visto?

-Piensa en algo que te recuerde al mar, vamos, ya verás qué divertido-dijo, sonriéndome levemente.

Ese hombre parecía tener el control, parecía tener algo que yo nunca había alcanzado: decisión. Confianza quizás, no lo sé, pero no era una personalidad débil, no era alguien corriente.

Sin darme cuenta, le atribuí un recuerdo borroso al mar que tenía enfrente y en el que bañaba los pies, sentado en el bordillo. No duró en mi consciencia más de una décima de un parpadeo, y aun así impactó directo en mis retinas.

Y, a mi asombro, pero a su predicción, no necesité más de aquel recuerdo difuso que había aturdido mi mente hacía unos instantes. Tenía ante mi vista un cuadro nítido y precioso de un enorme crucero negro con bandas doradas, ventanas circulares con marcos grisáceos y una cubierta tan alta que no sería capaz de vislumbrar. En ella se encontraba el mástil, que era tan alto y tan grueso que probablemente le sirviera a un dios como bastón, y las velas… qué decir de las velas que no os pudierais imaginar. Eran tan blancas y relucientes, tan brillantes y hermosas, tan tersas y suaves…

Aquel crucero era uno especial, pero sólo para mí. Evocaba en mi pensamiento un recuerdo vago y tartamudo, que a duras penas hacía uso de su parco lenguaje para hacerme comprender la respuesta a una pregunta que nunca se había formulado.

Miré a mi derecha y allí estaba él, contemplándolo en plena compostura, con gran porte y gala, que hacían reflejo de su templanza. No sabría decir qué me sorprendió más: si su reacción, si la mía, o la aparición de aquel imponente y ligero titán que se alzaba grácil entre las aguas.

-¿Qué está…-intenté preguntar, cortándome a mí mismo al observar que estaba solo, que el hombre que estaba a mi lado se había marchado y que no sólo él, sino el barco y el peñasco, se habían esfumado, desvanecido, disipado…

Y pensé en que no importaba, en que aquel lugar seguía siendo mi locus amoenus, en que podía disfrutar y sentirme libre como en el primer momento, como en el primer instante de mi estancia.

Pero me resultó imposible, no me encontraba enfadado, ni enrabietado, ni triste, ni lloroso, ni temeroso, ni… Molesto, me había dejado una sensación molesta, como el infructuoso dolor después de intentar resolver un complicado problema y, ni por todos los medios, haberlo conseguido.

Y cuando me quise dar cuenta, no sentía la calidez de la primera aparición, y mi recuerdo vivo, feliz e infinito se había vuelto molesto, aburrido y fastidioso.

Y sentí en el mismo instante en el que desperté que me faltaba una parte de mí, y que sería irrecuperable, y que nunca volvería a ser el mismo.

Extracto de "La voz del Norte"

Recomiendo leerlo con esta increíble canción del FFX:




Soñé encontrarme un reloj de cuerda, un instante después de haber terminado de observarlo aparecí dentro de los engranajes. Tenía que saltar de uno a otro para no caerme y evitar destrozar mi cuerpo, todo estaba en movimiento, armonioso y lento, pero continuo.

Más tarde aparecí en una singular ciudad. Yo estaba en un tejado curvo en forma de cúpula india, de un metal parecido al bronce, de color amarillo apagado que brillaba a la luz del atardecer.

El paisaje era complejo, pero sobre todo extraño. Me agarraba a una vara que salía desde el vértice de la cúpula, desde donde podía observar todo aquello. Había casas, calles, parques y un río que cruzaba la ciudad, con su respectivo puente. Todo tenía el color del atardecer dado por la puesta de sol que caía y caía, aunque pareciera no moverse.

Las casas se encontraban muy juntas, cualquier persona en buena forma podría saltar de un tejado a otro; estaban formadas por piedras, y se distinguían los bloques uno por uno; sus ventanas eran normales, compuestas por un marco de madera y cuatro cristales. Las tejas de las cubiertas eran más oscuras, del mismo color que el de la madera.

Las calles, al igual que las casas, estaban compuestas de pétreos sillares; una calzada interminable del color del latón invitaba a los transeúntes a recorrerla lentamente, escuchando las historias y hazañas que tuviera que contar.

Los parques eran lo más inusual que había allí, las briznas de hierba eran cortas pero esbeltas, y jugaban entre ellas en un eterno baile al son del viento. Sin embargo, los árboles… Los árboles estaban compuestos por relucientes engranajes, ya fueran el tronco, las ramas o incluso las hojas.

El puente estaba hecho de las mismas rocas que la calzada de las calles, con la excepción de dos barandas de madera, con sus balaústres en forma de jarrones.

Y el río en un principio parecía normal, teñido por el atardecer y con las aguas calmadas, nunca en movimiento, siempre quieto, a excepción de los momentos en los que el viento decidía molestar su profunda tranquilidad.

Lo que yo ignoraba era que, todo, excepto el río, tenía por dentro cientos y cientos de engranajes que siempre giraban.

Miré a mi izquierda y encontré a una persona observando la puesta de sol. Llevaba un chaleco cerrado, de color marrón oscuro y con botones amarillos. De él salían unas mangas largas blancas, y su pantalón iba a juego, sujetaba la chaqueta de su traje sosteniéndola dentro del arco que formaba su brazo desde su hombro hasta su mano, dentro su bolsillo, dejando ver sacado el pulgar y una parte del interior, de color blanco. El color de su pantalón era de marrón claro, más bien beige. Sus zapatos de un marrón muy oscuro, en un principio creí que eran negros, pero el brillo del sol en su empeine demostró unas trazas de un marrón aclarado por el foco de luz. Tenía un sombrero de color marrón oscuro, aunque no tanto como sus zapatos, y un lazo negro típico de ese tipo de sombreros.

Parecía que ese tipo tenía una tremenda devoción por el marrón, jamás vi a otra persona que llevara más prendas del mismo color. Todo eso contrastaba con una no demasiado larga melena.

No, no era castaña aunque fuese lo más lógico de pensar, era increíblemente rubia. A decir verdad, el color de la persona armonizaba mucho con aquel paisaje; con el latón, que resplandecía amarillo, cercano al marrón apagado claro.

Sus ojos eran probablemente azules, nunca he visto a una persona rubia con ojos de otro color, excluyendo el verde, aunque quizá ésos sean más difíciles de ver. Digo probablemente porque, a decir verdad, lo único que no permanece en mi memoria son las pinceladas de sus ojos.

Es extraño. Normalmente, cuando me fijo en una persona, lo primero que observo es su alma a través de sus ojos; sin embargo con él no fue lo mismo. Me fijé y no recordé, debe ser porque fue un sueño, o quizá porque mi mirada se desvió, cegada, hacia su sonrisa.

No era una sonrisa normal. Expresaba y ocultaba alegría, era de triunfo y de agrado, pícara pero mostrando las dos hileras de dientes, y aun así no parecía sonreír de una forma grotesca o forzada, simplemente no estaba abriendo sus labios al completo, entrecerrados y abiertos del todo al mismo tiempo.

Tenía una sonrisa alargada, y su colmillo izquierdo sobresalía encima de los otros, pero no parecía ser de mayor tamaño, quizá por la colocación, la inclinación, o porque estaba apretando de más ese lado, quién sabe. Tenía unos labios finos, pero no demasiado, acordes con su ser, del color apropiado, una nariz pequeña y un poco respingona, bastante fina aunque en su justa medida.

A decir verdad, era muy bello y joven, a simple vista parecía incluso delicado, pero recuerdo un efecto que provocó en mí su mirada, no me acuerdo de la forma de sus ojos, de su color o de cómo me miró, sólo recuerdo qué sentimiento desprendió en mí, un sentimiento completo de confianza.

El tipo estaba muy seguro de sí mismo, y es ahí, no sólo en su físico, donde radicaba su belleza. Parecía una mirada inquebrantable, tan segura… apuesto a que siempre había tenido la misma ante cualquier situación, parecía impoluta, perfecta. Definitivamente no era una persona débil, más bien todo lo contrario.

Sin poder evitarlo, desde la distancia, llamé la atención al chico al que tanto tiempo había estado observando.

-¡Eh! ¿Quién eres?-pregunté.

-¿No debería preguntarle yo a aquél que tan indiscriminadamente me observa?-respondió, sin cambiar de rumbo su mirada.

-Lo siento, me llamo Élari-dije, cortésmente.

-Tranquilo, no pasa nada, yo soy Taido, encantado-respondió, sonriendo levemente, sin despegar sus dos labios.

-¿Qué haces aq…-intenté decir, antes de que Taido me cortase.

-¿Por qué no vienes a este tejado? Tiene barandilla y es más cómodo para apoyarse, en ése no estás seguro, además, el suelo cambia de vez en cuando, deberías buscar un sitio fijo-dijo, advirtiéndome.

Parecía agotado después de haber dicho todas esas palabras seguidas, aunque, a decir verdad, parecía que había descansado más de lo habitual y eso le provocaba aún más cansancio.

-Dime, Élari, ¿quién eres tú y qué haces aquí?-preguntó, aún sin dirigirme la mirada.

-No lo sé, aparecí aquí, de repente-respondí, sin convencer a nadie.

Me atrevería a decir que no le importaba nada y que no me estaba escuchando, por lo que a cualquier respuesta habría respondido “vale” sin pensarlo siquiera. O eso creí.

-Eso no responde a ninguna de las dos preguntas, mi ingenuo amigo Élari-dijo, mirando la puesta de sol-. Quizá si respondo yo antes por ti seas capaz de decirlo por tu cuenta: soy Taido, no tengo oficio y lo que estoy haciendo aquí es mirar la infinita puesta de sol.

-Ah, perdón. Yo soy Élari, tampoco tengo oficio pero sí un objetivo, llegar a ser tan fuerte como mi padre, o incluso aún más. Y lo que estoy haciendo aquí no es más que hablar contigo-dije, esperando haber acertado con las respuestas.

-Bien, Élari, ahora que nos conocemos, espero que estemos mucho tiempo juntos y que los dos aprendamos cosas de ambos, y ahora, ¿por qué no te apoyas en la barandilla, te acomodas y observamos juntos el horizonte?-dijo, al fin mirándome a los ojos.

-Está bien.

Me acomodé como pude en la barandilla, al principio me pareció demasiado estático y quería moverme o irme a otro lugar, y Taido lo notó.

-Relájate, Élari. Si sientes la necesidad de moverte por tu cuenta, de escapar o de cambiar de postura, mira al suelo, todos esos edificios en movimiento , los engranajes que van moviendo los puentes , cambiando las barandillas y las aceras, los jardines de latón e incluso uniendo habitaciones, dándole tejado a casas que no lo tienen y quitándoselo a las que sí. Obsérvalo todo en un lento movimiento y comprenderás que ellos se mueven por ti. Si por el contrario sientes la necesidad de quedarte quieto, tranquilo y alegre, mira al horizonte, mira esa puesta de sol tan larga e infinita y esa gran bola dorada que nunca cae tras las montañas, aunque sí que lo parezca. Y, aunque no lo creas, siempre estará allí, será eterna, tienes todo el tiempo del mundo y todo el que quieras para mirar el horizonte-dijo, con un lento ritmo en su voz tersa y suave.

Y entonces miré al suelo. Al principio no veía más que engranajes moviéndose de un lado para otro, sin ningún sentido ni orden, pero, al cabo de un rato, por fin hallé su belleza. No tuve que mirar más que unos minutos para comprender que no se movían al azar y que seguían un orden preciso y precioso, era un ambiente idóneo para descansar, quedarse quieto con un buen compañero y no hacer nada más que respirar y mirar la puesta de sol como me había dicho Taido. Esa gran esfera que parecía moverse, cayendo detrás de las montañas y, sin embargo, siempre estaba en la misma posición. A algunos les podría parecer estresante, pero creo que en ese lugar nada podría irritar a nadie.

Pasaron las horas y, aunque no sabía ni quién estaba a mi lado y ni quien estaba a mi lado sabía quién era yo, no nos preguntamos en ninguna ocasión algo más de lo hablado anteriormente y seguimos mirando al sol.