martes, 25 de marzo de 2014

El Templo del Olvido (Parte 1/3)

El templo.

-¿Puedes verlo?-preguntó una voz al viento, sin ser yo capaz de oírla, tan sólo de sentirla.

Mi capucha hacía permanecer umbrío mi rostro, pero, aun así, yo no era capaz de ver lo que había enfrente, así que tuve que alzar mi brazo derecho y cubrirme la testa, avistando, desconcertado, un haz de luz que iluminaba con firmeza un templo antiguo que se levantaba derruido.

Parecía tener más años que historias que contar, y unos alegres pájaros diáfanos volaban a su alrededor, pero siempre sin acercarse, como intentando evitarlo, o quizá como viviendo armónicamente con su presencia.

Un foso de aguas claras me separaba de su entrada, y el único camino que parecía unirlo vagamente era una serie de pilares desordenados, quizás antiguos sustentos de algún puente que hacía de nexo. Pero no apuesto por ello, simplemente parecían estacas clavadas en el lodo del fondo, que torcidas o rectas, caídas o erguidas, se disponían como único camino, enlace o unión para los más valientes y afanados; criba de cobardes y temerosos.

Y yo, quien creía conocerme, dudé mientras el arco de mi mano que cubría mi tez se trasladaba al colodrillo tapado por mi capucha verde, rascándolo levemente en mi hesitación. Postré mi rodilla izquierda en el húmedo terreno y me quité la mochila de la espalda, cediéndosela al abrigo del frío césped. La abrí y rebusqué y rebusqué entre rebuscos inconclusos, encontrando al fin lo que rebuscando tanto había esperado.

El brazalete de mi hermano, con tan poca historia, pero con un valor incalculable. Cubierto en unas vendas, lo destapé y utilicé éstas para cubrirme ambas muñecas. Me acerqué a las orillas y observé que el parduzco suelo se tornaba negro entre cada bocanada de movimiento.

Las aguas, aun estando estancadas, no permanecían quietas, y eso me infirió un extraño sentido de alerta y de peligro, pero a la vez uno de calma y de fluidez; la confusión en una mirada.

Aquellos pilares de mármol musgoso parecían imponerse poderosos, exacerbados y omnipotentes, como pudiéndolo todo sin necesitar de nada. Pero sólo eran eso, pilares de mármol musgoso que no actuaban de otra cosa que de guardianes; peones de un ser más poderoso y superior, inferiores seres bajo la existencia de otros, sustancias con sustento.

Y allí dentro había una, algo me lo decía, una sustancia sin sustento ni condición, una sustancia libre de barreras o razones, motivos y coherencias. Una irracionalidad incomprensible, compleja y perfecta.

Y no sabiendo por qué, ni cómo, supe que no debía caerme ni una sola vez en aquel lago. El agua, aunque fluía ligera y elegante, dentro de mí se sentía como pesada y turbia, densa y arrolladora. Si caía allí, jamás volvería a subir.

Teniendo esto en mente, me alcé de valor y aparté mis dudas y temores al camino de los ingratos cobardes, corrí quemando el miedo como energía y salté queriendo alcanzar las estrellas. Y tanto que por poco las alcanzo, por cuestión de azar, fortuna o coincidencia sobreviví al error de cálculo que me hizo agarrarme con las puntas de los dedos a la base más estrecha y afilada, queriéndome soltar, pero aguantando con dolor las penurias de mi impertinencia.

Parecía el quejido de mil alfileres que con porte y orgullo se alzaban ante mí; el intruso. E ignorándolos hice acopio de mi bizarría y aporté más fuerza a mi muñeca derecha, impulsándome y subiéndome al lugar que debería ocupar el capitel.

Avancé cauto y precavido por la hilera derecha, donde los sustentos parecían más juntos y apretados, aunque las bases más finas y resbaladizas. Llegué al fin al encuentro de dos gruesas columnas, cuatro veces el tamaño del lugar que me correspondía.

Esos dos colosos estaban derruidos y apagados, sin ninguna conexión con el mundo ni la naturaleza. Su piel había dejado de brillar hacía demasiado tiempo, el calor del sol era para ellos tan desconocido como para mí la infinitud.

Brinqué levemente hasta el fin del camino, hasta el inicio de la orilla. Y no opusieron ninguna pega, simplemente cedieron al tedio y al hastío, al regocijo de la holgazanería.

Con pasos cortos y confusos, lentos y observantes, accedí por los dorados escalones, de color casi inapreciable por el musgo y el paso de Cronos sobre ellos, al impactante y glorioso pórtico, fachada o entrada.

Sólo tuve que posar una mirada, sólo un leve parpadeo hizo que mi mente se iluminara. En ese momento comprendí, con absoluta certeza, que allí dentro se encontraba un dios. No sabía quién podría ser, no sabía cómo podría ser, no sabía nada; pero quería conocerlo todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario