martes, 25 de marzo de 2014

La mar

Era la primera vez que veía el mar. No sabía qué hacía yo ahí, no sabía por qué, cómo, ni para qué. Simplemente aparecí.

Quizás ni siquiera era el mar, quizás sólo fue mi imaginación en un instante de desvarío, inconsciencia y surrealismo. Pero yo lo sentí, yo oí a la brisa sollozar entre breves susurros mi nombre. Era un sonido hermoso que venía de todas las direcciones.

Y yo, aun sabiendo que todo aquello no era real, aun sabiendo que no era más que una imaginaria fantasía, un espejismo, caminé alegre a pasos vivos por el albero y reluciente empedrado marmóreo que, aun nuevo, lucía desgastado y rugoso, conservando extrañamente su viveza y su pasión.

No me había fijado, pero detrás de mí había un enorme cartel de madera de ébano; era inmenso, y extrañamente simplón. Un llano timón de dimensiones indescriptibles estaba atornillado al centro. De su composición parecía poder ser girado, aunque no imaginaba por quién.

Ese mundo tan irreal, tan fantástico, tan idóneo… Miré a mis dos izquierdas y descubrí que mi vista no alcanzaba a ver el final del puerto en los horizontes, miré al frente y un inmenso desierto de aguas saladas en calma cubría en su manto aquella delgada línea, exceptuando un enorme pedrusco de tierra muy, muy, muy a lo lejos, cubierto de prados y bosques, como queriendo resaltar, como queriendo destacar en ese plano tan vacío y solitario.

Creí haber alcanzado mi locus amoenus, aunque fuera por un instante, un sagrado e imborrable recuerdo que jamás olvidaría. Y un hombre surgió detrás de mí, un hombre adulto que me resultaba muy familiar, y a quien, sin saber por qué, admiraba sin duda alguna.

«¿Y qué hace él aquí?», me pregunté, queriendo indagar, pero a la vez no entrometerme.

-Así que un chico rubio que nunca ha visto el mar, ¿eh? Esto sí que es inusual.

-¿Qué quieres decir?

-No es nada, no es nada. Sólo me preguntaba… ¿de verdad piensas que nunca has visto el mar?

-¿Por qué tendría que haberlo visto?

-Piensa en algo que te recuerde al mar, vamos, ya verás qué divertido-dijo, sonriéndome levemente.

Ese hombre parecía tener el control, parecía tener algo que yo nunca había alcanzado: decisión. Confianza quizás, no lo sé, pero no era una personalidad débil, no era alguien corriente.

Sin darme cuenta, le atribuí un recuerdo borroso al mar que tenía enfrente y en el que bañaba los pies, sentado en el bordillo. No duró en mi consciencia más de una décima de un parpadeo, y aun así impactó directo en mis retinas.

Y, a mi asombro, pero a su predicción, no necesité más de aquel recuerdo difuso que había aturdido mi mente hacía unos instantes. Tenía ante mi vista un cuadro nítido y precioso de un enorme crucero negro con bandas doradas, ventanas circulares con marcos grisáceos y una cubierta tan alta que no sería capaz de vislumbrar. En ella se encontraba el mástil, que era tan alto y tan grueso que probablemente le sirviera a un dios como bastón, y las velas… qué decir de las velas que no os pudierais imaginar. Eran tan blancas y relucientes, tan brillantes y hermosas, tan tersas y suaves…

Aquel crucero era uno especial, pero sólo para mí. Evocaba en mi pensamiento un recuerdo vago y tartamudo, que a duras penas hacía uso de su parco lenguaje para hacerme comprender la respuesta a una pregunta que nunca se había formulado.

Miré a mi derecha y allí estaba él, contemplándolo en plena compostura, con gran porte y gala, que hacían reflejo de su templanza. No sabría decir qué me sorprendió más: si su reacción, si la mía, o la aparición de aquel imponente y ligero titán que se alzaba grácil entre las aguas.

-¿Qué está…-intenté preguntar, cortándome a mí mismo al observar que estaba solo, que el hombre que estaba a mi lado se había marchado y que no sólo él, sino el barco y el peñasco, se habían esfumado, desvanecido, disipado…

Y pensé en que no importaba, en que aquel lugar seguía siendo mi locus amoenus, en que podía disfrutar y sentirme libre como en el primer momento, como en el primer instante de mi estancia.

Pero me resultó imposible, no me encontraba enfadado, ni enrabietado, ni triste, ni lloroso, ni temeroso, ni… Molesto, me había dejado una sensación molesta, como el infructuoso dolor después de intentar resolver un complicado problema y, ni por todos los medios, haberlo conseguido.

Y cuando me quise dar cuenta, no sentía la calidez de la primera aparición, y mi recuerdo vivo, feliz e infinito se había vuelto molesto, aburrido y fastidioso.

Y sentí en el mismo instante en el que desperté que me faltaba una parte de mí, y que sería irrecuperable, y que nunca volvería a ser el mismo.

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