martes, 25 de marzo de 2014

El Templo del Olvido (Parte 2/3)

Interior.

En mi ignorancia, escogí de los tres caminos que se me mostraban el de la imprudencia, y avancé sin temor ni alerta entre las lujuriosas paredes de aquel templo, que a gritos ahogados parecían clamar que se les desprendiera de sus vestimentas musgosas y amarillentas, para que prevaleciera como antaño su albo resplandor.

Dejé a mis espaldas aquel pórtico que había caído en letargo mucho tiempo atrás, de cuatro inmensos pilares que sostenían ostentosos un dintel completamente rectangular y pesado. Y parecían ser suficientes, puesto que otras columnas laterales más finas yacían derrumbadas, sin cumplir ninguna función; totalmente inútiles.

Entonces me encontré con una hermosa sala, iluminada por un halo de luz que surgía del boquete originado en el techo, dejándome observar un interior completamente desconocido para mí, y un exterior compuesto de obeliscos, torres y puentes que unían unas con otras.

Avancé un paso y un diminuto crujido resonó en todas las cavidades de la cámara. Era un pequeño colgante dorado, tan fino como una lámina. De su cadena colgaba una pieza que tenía tallada en un relieve muy sutil una luna solitaria y, en su reverso, un sol enardecido.

Un hermoso contraste entre la pasividad y la calma y el furor y la ira. Por un momento traté de descifrar su significado, pero concluí que no era más que un bonito adorno, que no era más que una pieza olvidada, con sentido en el pasado e inutilidad en el presente.

Dejando atrás aquel objeto obsoleto, me fijé en lo que realmente parecía importar, en lo que realmente debía contemplar. La flecha de luz lo señalaba, ese pequeño altar, que mostraba con prestigio un cofre de bronce.

Era muy antiguo, delatándose en el negruzco tono de sus marcos, en las ralladuras de sus esquinas, y en las marcas de la tapa, que cubría el interior, guardándolo de enemigos, protegiéndolo de ajenos como yo.

Me dirigí corriendo a abrirlo, queriendo saber, queriendo descubrir qué era lo que con tanto recelo ocultaba al resto, lo que no era permitido ser revelado. Pero, una vez delante, aunque el cofre no portara cerradura, aunque la tapa pareciera ligera como la espuma, es decir, aunque fuera perfectamente capaz de abrirlo, algo me susurró al oído: «No te atrevas a acariciarlo siquiera».

Me imaginé una sombría figura de rasgos apuntados y ojos de serpiente, hético y demoníaco; y no tardé más de una décima de segundo en estremecerme y darme la vuelta, y mirar al techo y a los adoquines levantados, y mirar a las paredes y a los tambores de las columnas.

Y mirar al colgante que yacía todavía, abandonado, en el frío empedrado. Esta vez me acerqué pausadamente, de forma lenta y temerosa, como sintiéndome observado, no, más que eso, como sintiéndome analizado.

Avanzaba un pequeño paso, y a mis espaldas realmente sentía como si algo también avanzara lo mismo, como si ese larguirucho y enjuto ser purpúreo, de amarillentos ojos y dientes afilados como estacas me siguiese, como si su deseo de alcanzarme fuera tan intenso, tan feroz y apabullante que ciertamente traspasara las barreras de su mundo y pudiera rozar no sólo mi piel, sino mis sentidos.

Y cauteloso, me agaché frente al collar, imaginando que ese ser también se agachaba, imitándome. Miré a la pasividad de la luna a la cara y alargué los dedos para tocarla, pero me paré a un milímetro de su nariz.

Dudé unos instantes, y, sin quererlo, mi mano pareció decidir por su cuenta que era el momento de tocarlo, aunque fuera por probarlo, aunque fuera por curiosidad y ansias de conocimiento.

«Bien…», pareció susurrar de nuevo, pero en esta ocasión de una manera más audible y sólida.

Me giré observándolo, de nuevo, todo, y, de nuevo, nada raro hallé. Todo, absolutamente todo, continuaba en el mismo lugar que antes. Pero había una sensación, la sensación del ser acompañándome a todos los lugares, danzando eternamente a mi costado…, había desaparecido, completamente.

Como suplencia se oyó un ruido, como de un golpe fuerte, muy semejante a la caída de una gota de exagerado tamaño, o al fuerte movimiento de la aguja de un reloj. No sabría describirlo completamente, pero fue algo que me recordó claramente la figura del ente que anteriormente me acompañaba.

Rápidamente, el brazo que había tocado sin mi consentimiento el collar, el mismo que llevaba puesto el brazalete de mi hermano, agarró con imprudencia el colgante, y me empujó a correr presto a esconderme.

Parecía que el brazalete de mi hermano había tomado el control de mi ser, y que su viveza había trascendido a esa joya que siempre llevaba encima. Corrí entonces por mi cuenta fuera de esa sala, y aparecí en una completa ciudad abandonada.

Había torres, había casas, había construcciones que no sabría cómo llamar, que no sabría cómo catalogar. Nada tenía una forma parecida a una ciudad, pueblo o aldea.

Caminé por la calle principal, de la que a ambos lados se construían las viviendas, y que iba directa a una especie de plaza central con un torreón en el medio de todo. Alrededor de la plaza había otras tantas torres de menos altura y, teniendo toda esta estructura como borde, linde o barrera, las casas se disponían ahora de manera anárquica y sin sentido, ni siquiera encajando en altura o tamaño, tan sólo en método de construcción.

Sin tiempo para las contemplaciones, simplemente giré a la derecha y me introduje en una pequeña torre de escasa altura, con un leve murete que me permitía observar con prudencia desde una conveniente altura.

De repente, permaneciendo en un estado más calmado y objetivo, me di cuenta de que no había razón o motivo para mis nervios y mi temor. Los había abandonado en la entrada, los había apartado y excluido, tal y como había prometido al ponerme el brazalete de mi hermano. Eso simbolizaba el valor, no la inconsciencia; el coraje, no la temeridad.

Observando el grabado de bronce del regalo de mi hermano, me fijé en que todavía estaba agarrando con firmeza el collar que me había encontrado. Sin saber muy bien qué hacer, simplemente me lo puse, y permanecí tumbado, a la sombra y protección del pequeño muro, que sólo me cubría a esa altura.

Un retortijón estrujó mi mente, y mi cabeza comenzó a dar vueltas y a sentirse mareada, al mismo tiempo que vibraba mi costado izquierdo de un frío exageradamente irracional. Me encontré realmente enfermo y adormecido, y sólo un instante después supe realmente la causa.

Allí estaba él, totalmente corpóreo y vigilante, al acecho; en mi búsqueda. Un “hombre”, si acaso podía llamársele así. Era completamente morado, con rasgos felinos muy marcados en las orejas, altas y puntiagudas; en los pómulos, alzados y rechonchos; en los ojos, afilados y amarillos, y, sobre todo, en la piel.

Parecía un felino egipcio humanoide, con rasgos realmente diabólicos como los dientes afilados; las uñas largas, negras y puntiagudas, y esas manos tan huesudas y alargadas, con dedos esqueléticos que no incitaban a otra cosa más que a la repugnancia.

Alcé la cabeza brevemente y me permití observarlo durante unos segundos, pero, tras un parpadeo, desapareció. Miré a todos los lados esperando poder controlarlo de nuevo con la mirada, esperando no haberlo perdido de vista; esperando que no fuera una ilusión y que yo estuviera completamente enloquecido.

Y lo supe, no tuve que inquietarme durante más de unos breves instantes hasta saber con total certeza que estaba detrás de mí, y que era exactamente el mismo ser que me había estado acompañando antes de tocar el collar, que me había manoseado con tanta lujuria y persistencia.

La misma sensación me acompañaba ahora, y no me atreví a mover un solo músculo, a tornar los ojos o a voltear mi cuerpo.

-Interesantes vistas, ¿eh?-preguntó, sin esperar una respuesta.

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